Las flores en el árbol que se ve a través de su ventana que tienen el mismo color de su voz cuando hablaba con la boca llena en el comedor. Las profundas conversaciones que nos sorprendían sentados en unas pequeñas y viejas banquitas de madera en la cocina. Su sonrisa luego de cada flor regalada y ubicada en su mesa de noche. Las caminatas sin rumbo. Su nombre. Las discusiones sobre la vida al despertarse los domingos, aun sin bañarse ni cepillarse los dientes. Sus anillos representativos. Su perfecto léxico y su acento combinado entre cachaca y costeña (con vulgaridades y todo). Los múltiples soundtracks para la convivencia. Esos minutos de la mañana acostado en su lado de la cama para que al regresar de bañarse con agua fría se pudiera recostar allí y encontrarlo calientito. Sus piernas bajo su falda ejecutiva. Los mutuos piropos para salir a la calle con la mejor energía. Sus libros. Sus manos jugando con mi medalla mientras se quedaba dormida. Su cara de “gracias” luego de pasar una noche de viernes pintando juntos una pared. Los cafés como excusa para construir vida. Los recuerdos.
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